HOUSTON, Texas – En un corredor a un lado de la celebración a la cual nadie quería poner fin, el hombre que abrió el partido que le hizo acreedor a los Washington Nationals de un título de Serie Mundial puso su brazo alrededor del hombre que lo cerró. Max Scherzer es uno de los pitchers más grandes de esta generación, un perfeccionista a carta cabal, cuyos ojos revoloteaban con energía nerviosa. Daniel Hudson es un pitcher relevista veterano que estaba desempleado en marzo pasado y quien, de alguna manera, se encontraba aquí, en medio de la historia.
Unos lentes de natación negros cubrían los ojos de Scherzer. Cuando se los quitó, tenía lágrimas, que no eran producto de las quemadas producto de los baños de champagne, sino de la emoción que bombardeaba sus amígdalas. Había ocurrido. De verdad, había ocurrido. Tres días antes, se suponía que Scherzer iba a ser el abridor del Juego 5, hasta que su cuello se inmovilizara al punto de que éste no podía mover la cabeza. Dos días antes, oraba con la esperanza de que una inyección de cortisona y un tratamiento quiropráctico le dieran alguna especie de alivio. Un día antes, vio como los Nationals salvaban su temporada y le obsequiaron una oportunidad de redención. Y en la jornada del miércoles, se puso sobre la loma en el Juego 7 contra los Houston Astros, enfrentándose al más cruel de los dilemas: ganar un campeonato o perderlo todo.
“Pudo haber sido cualquiera”, dijo Scherzer.
“No, no pudo haber sido cualquiera”, le respondió Hudson.
“Hice todo lo que pude”, dijo Scherzer. “Sólo formo parte de este equipo. No soy más grande que todo este equipo. Simplemente, soy el hombre a quien le fue encargada la pelota y abrió el partido”.
Nuevamente, las lágrimas comenzaron a correr por sus ojos. Scherzer podía ser todo lo modesto que quisiera, pero estaba consciente de que era mucho más que el hombre a quien le fue encargada la pelota como abridor del partido de la noche del miércoles. Mantuvo a los Nationals con vida durante suficiente tiempo para hacer lo que han hecho durante los últimos cinco meses: no solo ganar, sino hacerlo contra toda probabilidad. Y ese acto de rebeldía, exhibido por última vez en la victoria 6-2 que le dio a la capital de Estados Unidos su primer campeonato en el béisbol en 95 años y a los Nationals el primero de la historia de su franquicia, condujo a los 25 hombres que forman parte del roster, la gerencia que se adhiere con fidelidad a dogmas que otras organizaciones en el béisbol creen anticuados y a un grupo de propietarios que incentivaron a los dos primeros.
“Durante toda mi vida”, dijo Scherzer, “soñé con ser pelotero de Grandes Ligas. Y cuando sueñas en convertirte en pelotero de Grandes Ligas…”.
Scherzer dio la palabra a Hudson y parecía que ambos podían leer mutuamente sus mentes, porque dijeron la misma frase, palabra por palabra, de forma simultánea:
“…sueñas con ganar la Serie Mundial”.
A simple vista, lo ocurrido en la noche del miércoles no tenía sentido. Los Astros eran toda una súper potencia. Ganaron 107 partidos. Armaron un súper equipo, con todos los elementos para arrollar en la postemporada. Se sacudieron las derrotas de los dos primeros partidos, sufridas en casa, se robaron tres partidos en el Nationals Park y volvieron al Minute Maid Park para su coronación. No perderían. No podían perder.
Perdieron.
Y no sólo perdieron, sino que perdieron a manos de un equipo que sumó 93 victorias en la temporada regular, necesitado de una remontada frenética en los últimos innings para ganar el partido por el comodín y de hazañas heroicas en los últimos innings para imponerse en su Serie Divisional. Perdieron ante un equipo de los Nationals que comenzó la temporada con récord 19-31, comenzaron los playoffs con amplias deficiencias en su pitcheo de relevo y que sufrió derrotas catastróficas en octubres del pasado. Perdieron, en definitiva, de una manera en la cual ningún equipo deportivo profesional (ni en el béisbol, ni en el baloncesto ni en el hockey sobre hielo) lo había hecho: sufriendo cuatro derrotas en casa.
La aparente imposibilidad de esa situación condujo a hacer declaraciones de que los Nationals eran una especie de equipo del destino, una especie de milagreros. No. Decirlo es demasiado fácil, una forma demasiado sencilla de descalificar a este equipo y su resultado. Esto no fue algo predestinado. Lo que ocurrió en la noche del miércoles tenía todo el sentido del mundo.
Durante los seis primeros innings del Juego 7, los Washington Nationals se inquietaron y fallaron. Zack Greinke, la tercera cabeza del Cerbero del pitcheo abridor de los Astros, al lado de Gerrit Cole y Justin Verlander, los había humillado. Su recta rara vez alcanzaba las 90 millas por hora y su curva revoloteaba a un mínimo de 64 millas por hora y podía lanzar a cualquier velocidad entre ambos extremos. En un juego de velocidad y poder, Greinke es un hipnotizador y estaba adormeciendo a los Nationals hasta alcanzar un estado de letargo que amenazaba con poner fin a su temporada.
Y llegó la séptima entrada. Con un out, Anthony Rendon se paró al plato. Rendón camina con esa especie de letargo que Greinke es capaz de inducir. Esa parsimonia es una cortina de humo: Rendón es uno de los mejores bateadores del béisbol mayor y cuando fue capaz de conducir un cambio de velocidad a las tribunas del jardín izquierdo y redujo la ventaja de los Astros a la mitad, despertó algo dentro del equipo de Washington.
Rendón suele hacer cosas así. Este era el quinto partido en el cual los Nationals se enfrentaban a la eliminación en la postemporada. A partir del séptimo inning de esos encuentros, conectó tres dobletes, dio dos jonrones y negoció una base por bolas. Rendón es el pulso ofensivo de los Nationals, lo cual era conveniente, porque es un bradicardíaco preternatural, hecho para momentos así. Rendón nunca suele permitirse sonreír en el terreno, lo cual puede ser desolador, aunque sí se dio el lujo de esbozar una tremenda sonrisa sobre el terreno antes de la presentación del trofeo de los Nationals, gritando: “¡Quiero tomar bourbon!”.
A su lado se encontraba Juan Soto, un prodigio del bateo cuya Serie Mundial prodigiosa fue aún más increíble porque esta semana había cumplido 21 años. Quizás habría querido un sorbo de bourbon, considerando cómo fue su noche. “Bebo lo que sea”, dijo Soto. “Sólo quiero probar de todo. Me encanta la champaña”.
Soto se puso en el plato después de Rendón. Se había incorporado a los Nationals en la temporada pasada, con 19 años, cuando un diluvio de lesiones a sus jardineros diezmó su profundidad. De forma inmediata, Soto se convirtió en uno de los mejores toleteros de toda la pelota mayor y consolidó ese sitial durante esta temporada y este mes de octubre. Soto mantuvo su porte contra Greinke, dejó pasar un pitcheo por fuera, hizo swing al próximo y tomó otro lanzamiento. Con el conteo en 2-1, Greinke mordisqueó un cambio de velocidad por la parte inferior de la zona de strike. El umpire principal Jim Wolf no se movió. Lo cantó como bola, un golpe de suerte para los Nationals en el momento más inoportuno para los Astros. Greinke perdió una curva que pasó por fuera y Soto trotó hacia la primera base, con la carrera del empate en circulación, manteniéndose con un out en la pizarra.
Del dugout de los Astros emergió AJ Hinch, su manager. Greinke, quien había extendido su vida en la loma con seis lanzamientos en exceso, había terminado su actuación. “Sentí como, al momento en el cual él salió del partido, nos dijimos: ‘Papá se fue. Ahora vamos a hacer lo nuestro’”, dijo Soto. “Debemos hacer lo nuestro, debemos luchar, debemos conseguir la forma de ganar… y con el próximo bateador, lo conseguiremos”.
El próximo bateador era Howie Kendrick. Kendrick debutó en las Grandes Ligas cuando Soto tenía 7 años, mantuvo su puesto porque siempre podía batear y esta temporada, a sus 36 años, disfrutó del mejor año de su carrera. En la Serie Divisional contra Los Angeles Dodgers, equipo con 106 triunfos, Kendrick disparó un grand slam en el décimo inning para asumir la ventaja. En la Serie de Campeonato de la Liga Nacional contra los St. Louis Cardinals, conectó cuatro dobles y se hizo con los honores al Más Valioso de la serie. Y ahora, con Greinke fuera de acción, se enfrentaba a Will Harris, el apagafuegos de los Astros cuya labor con corredores heredados había ayudado a que Houston saliera de más de un problema en octubre.
En Washington, Harris utilizó su recta cortante, un pitcheo que arruinó innumerables turnos ofensivos durante esta temporada, para obstaculizar los intentos de Kendrick. En su segundo pitcheo, Harris dejó soltar un cutter, bajo y por la esquina de afuera y Kendrick la atacó. La pelota no salió como proyectil. Salió del bate a 98 millas por hora. Cruzó hacia la línea del jardín derecho. Se desvanecía, desvanecía, desvanecía… y luego, se detuvo, golpeando contra una malla metálica adherida al poste de foul. La pelota, manchada de pintura amarilla producto del impacto, rebotó sobre el terreno. Kendrick cruzó por primera, alzó su puño en dos ocasiones, gritó “¡Sí!” mientras cruzaba por segunda, volvió a gritar “¡Sí!” mientras pasaba por tercera y rugió otro “¡Sí!” al cruzar el home.
Durante un periodo de ocho pitcheos, los Nationals convirtieron un déficit 2-0 en una ventaja 3-2. Las hazañas heroicas de Kendrick no pasaron desapercibidas en pleno partido o después de su conclusión. Cuando abandonó la celebración para encontrarse con su esposa e hijos, caminaba por los pasillos del estadio vestido en pantalones cortos y camiseta. Caminaba varios pasos y caían gotas que habían sobrado de las bebidas que ingirió. En el área de espera de familiares, comenzó a mirar detenidamente en busca de los suyos. Un aficionado le pidió tomarse una selfi con él. Kendrick aceptó. Después, otro aficionado se le acercó y tomó una foto y otra, y otra, sin molestarse siquiera en preguntar.
Kendrick escapó con su familia. Corrió por la multitud, chocando manos, dando gracias, asintiendo y felicitando. Llevó a su esposa e hijos fuera del clubhouse, por una escalinata hasta una zona en la cual estaba montada un escenario con el trofeo de Serie Mundial, donde Soto se encontraba posando. Cada vez que el fotógrafo se preparaba para tomar una instantánea, se disparaban rectángulos dorados de una pistola de confeti. Esto era demasiado. Todos los años, cientos de niños oriundos de la República Dominicana firman contratos con equipos de béisbol. Miles de peloteros conforman la población de las Ligas Menores. Unos cientos consiguen ascender a las Grandes Ligas. Y muy pocos ganan la Serie Mundial.
Se encontró en medio del inning que le hizo merecedor a los Nationals del trofeo con el cual posaba. Pero eso no será lo que Soto recordará por siempre. Recordará a su madre Belkis y su padre Juan y el momento cuando lo vieron, lo abrazaron y se dieron cuenta que sus oraciones fueron correspondidas.
“Lo hicimos”, expresó Soto. “Lo hicimos. Todos estamos viviendo el sueño”.
En ese día en el cual se paralizó el cuello de Max Scherzer, su esposa Erica lo llevó en su auto hasta el Nationals Park, porque él no podía manejar. Scherzer estaba desalentado. Su equipo lo necesitaba. Él los estaba decepcionado. Se estaba decepcionando a sí mismo. Erica lo veía de otra manera.
“Sabemos que Stras dominará en el Juego 6”, le dijo. “Tú lanzarás en el Juego 7”.
Stras es Stephen Strasburg, el Cole para Scherzer, que sería Verlander. Fue conocida su ausencia a finales de la temporada 2012, el primer año completo para él después de haberse sometido a la cirugía Tommy John, porque los Nationals no querían que sufriera algún daño potencial, producto del exceso de trabajo. Los Nationals hicieron implosión en la Serie Divisional de ese año, como también lo hicieron en 2014, 2016 y 2017. Strasburg fue durante mucho tiempo el símbolo de las oportunidades perdidas por la franquicia.
Erica Scherzer y los Nationals lo veían como algo muy distinto: el salvador de su temporada. Strasburg emergió como su caballo de faena durante esta temporada, lanzando 209 innings, mayor cifra de la Liga Nacional y su labor durante los playoffs había sido inmaculada. Strasburg superó a Verlander en el Juego 2 y lo haría de nuevo y así, le dijo Erica, “este equipo ganará la Serie Mundial”.
“Creía que ella tenía razón”, dijo Scherzer.
Strasburg permitió un par de carreras en el primer inning en el Juego 6, probablemente debido a que la posición de su guante terminó dándole a los Astros señas de sus lanzamientos. Strasburg solucionó ese problema después del primer episodio, lanzó 7 1/3 innings en blanco y maniató a la ofensiva de Houston, lo suficiente para que Soto conectara un jonrón contra Verlander que dio la ventaja a los Nationals. Strasburg les aseguró un séptimo partido. Solo que los Nationals no sabían quien sería el pitcher abridor en esa instancia decisiva.
Pocos días antes, confiesa Scherzer, su nivel de dolor estaba en 10 de 10. El músculo trapecio de su cuello y hombros tenía un espasmo. Se le impartió una inyección de cortisona y no podía hacer otra cosa sino esperar y ver si causaba algún efecto. Durmió con un collarín ortopédico. Recibió varios ajustes en su terapia quiropráctica. Cualquier cosa con tal de hacer que se pusiera sobre la loma. Para el martes, el dolor había desaparecido y el brazo de Scherzer, el mismo que no podía levantar por encima del hombro el domingo, podía girar con la furia de siempre. Erica lo había dicho: Scherzer lanzaría en el Juego 7.
Su primer lanzamiento, una recta, destelló a 97 millas por hora. Este no era un Scherzer bajo en calorías. El problema era que la alineación de los Astros hace banquetes con pitcheos llenos de grasa. Luchan cada turno al bate. Saben castigar los errores. Pueden hacer que lo ordinario parezca tonto y que lo excelente parezca común. No ganaron 107 partidos por accidente. Lo hicieron con fuerza bruta.
Durante el segundo inning, el primera base de los Astros Yuli Gurriel disparó un cuadrangular contra Scherzer, hacia los lados del jardín izquierdo, una de cuatro pelotas enviadas en esa misma entrada a una velocidad superior a 100 millas por hora. El fuerte contacto advirtió las cosas peores que habrían de venir y con los Nationals siendo limitados a un hit hasta el quinto inning y un margen de error minúsculo, Carlos Correa impulsó otra carrera para llevar a los Astros a disfrutar ventaja 2-0.
Pudo haber sido mucho peor. Scherzer toleró 11 corredores. Apenas dos de ellos anotaron. Se fajó durante 103 lanzamientos. Después del quinto inning, le pidió otra entrada de trabajo al manager de los Nationals Dave Martinez. Martínez se negó, haciéndose eco del sentimiento de Erica Scherzer: “Ya resolveremos y ganaremos este partido”.
Los Nationals se impusieron en la totalidad de los cuatro encuentros en los cuales Strasburg y Scherzer fueron los abridores. Mientras estuvieron sobre el escenario durante la presentación de trofeos, Strasburg estaba en el medio, preparándose a aceptar el trofeo de Más Valioso de la Serie Mundial. Scherzer se apartó a un lado y comenzó a llorar. Esto era demasiado. Ya tiene 35 años, se encuentra en el ocaso de su carrera. Scherzer sigue siendo un gran lanzador, pero en el diagrama de Venn, las líneas de grandeza y triunfos no siempre se cruzan. Siete años atrás, había lanzado en la Serie Mundial y perdió, lanzó otras dos postemporadas con Washington y perdió. Sabe bien lo implacable que puede ser el escenario de los playoffs, cómo el menor momento inoportuno puede sabotear al mejor equipo.
Estuvo presente en el menor momento inoportuno de los Astros en el Juego 7, saboteando por suficiente tiempo, asegurando que el ataque de los Nationals en el séptimo no fuera en vano. “Lo llevé lo más lejos que pude”, expresó Max Scherzer, y terminó llevándolo lo suficientemente lejos para ganar una Serie Mundial.
En un día como este, viviendo la emoción de ser campeón, es fácil olvidar como los Washington Nationals llegaron a existir. Anteriormente eran los Montreal Expos. Su dueño Jeffrey Loria intencionalmente llevó a la franquicia a tocar fondo para lograr una mudanza y acordó con Major League Baseball para que asumiera control de la franquicia. En el 2005, los Expos se movieron a Washington y se convirtieron en los Nationals.
Solo un jugador lleva con ellos desde entonces. Ryan Zimmerman fue escogido por los Nationals con la cuarta selección en el draft de ese año y debutó en Las Mayores en septiembre. Resistió los años difíciles —las aguas residuales en el RFK Stadium antes de que los Nationals abrieran su nuevo parque, las temporadas de 100 derrotas que le permitieron escoger consecutivamente a Strasburg y Bryce Harper con primeras selecciones globales. Zimmerman fue el rostro original de los Nationals; maduró a ser la conciencia incuestionable.
Hoy a los 35 años de edad es uno de los viejos, como Scherzer los llama. Los Nationals van en contra de varias de las tendencias en el juego, ya sea su edad (casi 31 en promedio, la mayor en Las Mayores), su lealtad a los escuchas (los Astros que veneran el proceso analítico eliminaron su departamento de escuchas) o su disposición a gastar mucho dinero en el mercado de agencia libre (Scherzer costó $210 millones y el abridor Patrcik Corbin $140 millones).
A medida que la noche transcurría —cuando Soto remolcó una carrera en la octava y Adam Eaton pegó sencillo con las bases llenas para extender la ventaja a 6-2— Zimmerman comenzó a pensar en lo que en verdad le importaba. Durante 15 años se dedicó por completo a los Nationals, desde la construcción de un equipo contendiente, a la batalla con lesiones en el plano individual, al triunfo colectivo final. Todos en el camerino tienen una historia similar. Fernando Rodney, el relevista de 42 años de edad, jugó por 17 años sin ganar un campeonato. Víctor Robles, el jardinero central de 22 años, nunca había jugado un partido de Grandes Ligas frente a su madre Marcia Brito hasta que lo visitó desde la República Dominicana este octubre, sirviendo como amuleto de buena suerte en el proceso.
Para Zimmerman, fue toda la noche. Los Nationals no eran su medio para un fin. Ellos eran su vida profesional. Su dueño Ted Lerner lo firmó a una extensión de contrato de $100 millones. Su gerente general Mike Rizzo lo rodeó con talento desarrollado internamente y cosechado externamente. Su manager Martínez observó algo en un equipo de 19-31 que nadie más podía ver. Un inicio de 19-31 con un plantel de $185 millones puede ser excusa para un despedido. Un inicio de 19-31, para Martínez, era una oportunidad.
Es como Keith Zimmerman le decía a su hijo: “Haces tu propia suerte”. Zimmerman estuvo pensando en el aforismo de su padre el miércoles por la noche mientras los outs caían. Corbin, quien relevó a Scherzer en la sexta, mantuvo en cero a los Astros en la séptima y tiró la octava en blanco, un puente vital que los escépticos temieron que Washington carecía para tener éxito en octubre. Era una preocupación justa. Los Nationals esencialmente navegaron la Serie Mundial con seis lanzadores en los que confiaban.
Este equipo, dijo Zimmerman, podía hacerlo: mirar fijamente sus deficiencias, aceptarlas y eludirlas. Los Nationals durante la era de Harper nunca pudieron salir de su propio camino. No por Harper, sino porque el béisbol tiende a ser así. A veces humilla a los equipos con más talento y eleva a los menos talentosos. El juego no opera de manera lineal.
Por ende, cuando Harper se fue y firmó con los Philadelphia Phillies durante la temporada muerta, no hubo pánico o preocupación. Los Nationals se ajustarían. Desarrollarían una identidad distinta.
“Simplemente fuimos nosotros”, comentó Zimmerman, y es por eso que todo hace sentido, que no es el destino o una fuerza cósmica que se encargó de hacerlo realidad. Era una verdad simple: Los Nationals siendo ellos mismos era suficiente.
A las 12:45 a.m., 15 minutos antes de que el autobús de los Nationals partiera de vuelta al Four Seasons cerca del parque, el camerino se encontraba agitado. Rendon, quien se declararía como agente libre esta semana y buscaría contrato en exceso de $200 millones, recogía sus pertenencias. Soto, la pieza angular del equipo por muchos años, bailaba cubierto solo por una toalla. Kendrick, también encaminado a la agencia libre, cargaba un par de cigarros, aunque típicamente no se los disfruta. Strasburg, quien ejercería su opción y también podría ser agente libre, daba vueltas alrededor del cuarto, Scherzer se cambiaba de ropa, Martínez se apresuraba para tomar una ducha, Rizzo se servía cerveza en una copa roja, y Zimmerman se tomó una foto junto a su padre sosteniendo el trofeo de campeón, con algunas de sus banderas ondeando al azar, dañadas en medio de la celebración.
Daniel Hudson estaba de pie frente a su camerino. Su historia era quizás más improbable que la de cualquier otro. Tenía pinta de as en el 2012 cuando requirió una cirugía Tommy John. Once meses más tarde, en su primera apertura de rehabilitación, se volvió lastimar el ligamento colateral ulnar en su codo. Cirugías consecutivas de Tommy John son una sentencia de muerte tan segura como un arranque de 19-31.
Excepto que Hudson regresó. Tuvo estadías en Arizona, Pittsburgh, Tampa Bay, Los Ángeles. Firmó con los Angels durante la primavera, pero lo recortaron antes del inicio de la temporada. Se unió a Toronto y lanzó bien, fue cambiado a los Nationals en la fecha límite para hacer cambios el 31 de julio, y tras una lesión del cerrador Sean Doolittle, tomó el rol de taponero. Y tuvo éxito, lo suficiente como para cuando se perdió el Juego 1 de la Serie de Campeonato para estar con su esposa Sara para el nacimiento de su hija Millie, su ausencia se convirtió en el eje de una conversación a nivel nacional sobre familias y prioridades.
A las 10:42 p.m., cuando la puerta del bullpen se abrió, la única prioridad de Hudson en ese momento era sacar outs. Pensó que solo necesitaría dos. El plan era enfrentar a George Springer y Jose Altuve antes de que Martínez trajera al zurdo Doolittle para medirse al bateador zurdo Michael Brantley. Los Astros castigaron a Hudson a través de la serie, y Springer en específico desapareció una recta de Hudson para un jonrón en el Juego 5.
En el segundo lanzamiento, una recta, Hudson le sacó un elevado a Springer. Un out.
Hudson no es uno de dar excusas. Él es, en muchas formas, similar al equipo que lo adquirió. Lo que ves es lo que es – con verrugas y todo. Depende de dos lanzamientos, una recta de cuatro costuras y una slider. En ocasiones se enamora de su recta, y eso puede traerle problemas.
Le tiró tres rectas a Altuve, todas casi en el mismo punto exacto. Dejó pasar dos y se abanicó en la tercera. Dos outs.
Martínez no salió para llamar a Doolittle. Los Nationals lideraban 6-2, y Hudson estaba en ritmo, y este era el momento, la culminación de cinco meses durante los cuales los Nationals igualaron a los Astros en términos de ganados y perdidos con talento de más como para ser tan menospreciados como fueron. Martínez se mantuvo con Hudson, y vio como llenó la cuenta recta tras recta, el lanzamiento que el receptor Yan Gomes seguía procurando. Esta vez Hudson lo rechazó. Gomes volvió a pedir una recta; Hudson se negó otra vez. Gomes pidió una slider. Hudson se preparó. Lanzó. Brantley le tiró y falló. Tres outs.
Hudson arrojó su guante, el mismo que tiene las iniciales de su esposa y tres hijas cosidas al lado, similar a como lo hizo cuando aseguró la victoria en series anteriores. La celebración comenzó.
“Es un octubre surreal”, dijo Hudson más tarde en el pasillo. “Digo, cerré el juego de comodín. Me llevé la victoria en el Juego 5 de la serie divisional. Cerré la Serie de Campeonato y la Serie Mundial. Y eso no es ni siquiera lo mejor que me ocurrió”.
Hubo una pausa por un momento. “¿Tú pensaste que llegaría aquí?”, preguntó.
Conozco a Hudson desde el 2012, cuando le planteé una idea descabellada: seguirlo por todo un año mientras se recupera de la cirugía Tommy John con miras a escribir un libro que desmitifique todo el proceso y explique porque hay tantas lesiones de brazos en el béisbol. Contestó que sí. Estuve presente la noche que se lastimó por segunda vez, la noche cuando por fin regresó a Las Mayores, el día en que Millie nació a principios del mes de octubre, ahí durante tantos pasos en el camino.
Y a pesar de lo mucho que admiro a Hudson como esposo y padre y jugador de béisbol, esto —cerrar la Serie Mundial siete meses después de que un equipo malo pensó que no era lo suficientemente bueno durante el entrenamiento primaveral— parecía absurdo.
"No", le respondí.
Movió su cabeza en acuerdo.
“Cosas así solo pasan en el béisbol”, dijo Hudson. “Ves situaciones similares en otros deportes. Pero este juego es una locura, en verdad lo es”.
En el fondo, “We Are the Champions” se escuchaba y la fiesta continuó con la realización que los Washington Nationals, un equipo de mercado grande que por dos meses no pudo hacer nada bien, eran campeones de la Serie Mundial.
Es lo que solo puede ocurrir en el béisbol. ¿pero descabellado? No, no si en verdad sabes quienes son.